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Warning: session_start(): Cannot start session when headers already sent in /home/lapatri2/public_html/impresa/index.php on line 8 Ciudad y memoria - Periódico La Patria (Oruro - Bolivia)
“Cuando en fin, Oruro era todavía nuestra casa, nuestro solar el patio donde podíamos quedarnos a tomar el sol con recato, el hábitat solemne del misterio, de la danza y de la herida amansada por la música y el viento” (Héctor Borda Leaño).
La ciudad es una realidad que alternativamente se erige, crece y se agosta en el tiempo. No sólo desde las casas, edificaciones, barrios o monumentos, también en el imaginario. El Oruro de mi niñez no es exactamente el de mis años juveniles; el Oruro que visito ahora, esporádicamente, es otro, sin dejar de ser paradójicamente el mismo, ya desde mi condición de antiguo migrante.
Mi niñez me revelaba una ciudad enorme y desconocida, misteriosa. La casa paterna, el barrio –la Murguía del Luricancho, la Tetilla-, el Calvario, las cachinas en el parque Bolívar , los amigos íntimos, el colegio e incursiones frecuentes a cerros vecinos –el San Felipe y el Pie de Gallo- marcaban mi territorio. La juventud en cambio me reveló una ciudad hecha de casas amigas, espacios mayores donde primaban los sitios del encuentro con los pares, las fiestas, el carnaval, el rock, reiteradas reuniones en la plaza, el trajín por la Bolívar, la 6 de octubre, en fin. Territorio de un orureño de clase media estándar, con hábitos relajados y escasas preocupaciones. Al fondo, siempre frontera, un altiplano inmensurable y hondo, arduo al entendimiento y caro a la imaginación.
Oruro, ahora, al cabo de mis no pocos años, se muestra intermitente y poroso, cobijado más que nada por la memoria. Al visitarlo, y recorrer sus calles el imaginario y el cuerpo se llenan de recuerdos, más que de la constatación de ganancias y pérdidas. Sí, es verdad, nuevos edificios y barrios, otros locales y un renovado comercio, nuevas generaciones, migrantes diversos, otro sonido, una flamante terminal, una urbe magnetizada por antenas y cibernautas, la imponente mega Virgen, una entrada de carnaval monumental, que contrasta con el carnaval de mi niñez que se apagaba a media tarde y los danzarines se recogían a sus gremios y barrios periféricos. Aquella ciudad que desde el
Cerrato uno contemplaba su extensión y sus límites, que olía a copagira, vibraba junto a unos maravillosos metales en la puerta de la casa, o retumbaba con el ruido hereje de cachorros de dinamita, regados por los mineros.
La memoria de la ciudad no se halla sólo en infolios, archivos, documentos y la historiografía que también porta su nombre. Ni exclusivamente en los museos y los monumentos que evocan y simbolizan apetencias de perennidad. Más allá de los órdenes institucionales de la memoria, se hallan las voces y los cuerpos, individuales y colectivos, que a pesar de su carácter efímero y disperso llevan el poderoso capital de lo vivido, gozado, sufrido y representado. De ese Oruro, que también está hecho de silencio, fervor, de cuerpos en el trabajo, la cotidianidad y la danza, y cuya vivencia y existencia es irreductible. Pues, no se trata de otras cosa que la memoria de la ciudad contada a través de la experiencia corporal y el flujo de imaginarios en los que Oruro se reproduce y proyecta. Aquello que borrosamente va en las historias mediadas por la letra, los memoriales y, acaso se expresa mejor en el arte, la fe y la oralidad. Ah, “la historia de los sentimientos, esa gran muda”, decía Berr.
Por ello, no resisto la tentación de citar uno de los textos testimoniales de René Zabaleta Mercado que dejando de lado el rigor del historiador, con ojos de poeta evoca:
“En determinados aspectos la memoria de mis ojos documenta lo que mi exilio escribe. Recuerdo por ejemplo -y ahora sé por qué hubo quienes pensaban que conocer es recordar-, el 9 de abril de 1952, bajo el absoluto cielo de metal de Oruro, cuando los mineros de San José se descolgaron desde la roca de los cerros del contrafuerte, tomaron la ciudad y dieron fin a la marcha de los regimientos del sur sobre La Paz. Con sus harapos vistieron el día que, de otra manera, habría pasado desnudo y sin historia (…) Quién sabe ahora de estas horas? Era la tarde limpia, pura como un balazo”.
Cierro los ojos y, ¿qué ciudad entreveo? Esta que me dicta titubeante la memoria, ¿el Oruro de mis afectos y mis pesares? ¿La ciudad de los míos, los otros y del nosotros, esa, que se multiplica en la piel y el deseo? Casi parafraseando a Octavio Paz que escribía “es el centro del mundo cada cuarto”, me atrevo de mi parte a proclamar: es el centro de Oruro cada casa y cada barrio.
Fuente: Edwin Guzmán Ortiz
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