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Warning: session_start(): Cannot start session when headers already sent in /home/lapatri2/public_html/impresa/index.php on line 8 Las ciudades en la poesía - Periódico La Patria (Oruro - Bolivia)
Oímos decir a menudo que, dado que la civilización se ha pasado a vivir a las ciudades, ya es hora de que la poesía se haga urbana. Muchos críticos rastrean las obras de los poetas contemporáneos tratando de asistir al momento en que la ciudad se apodere de sus versos y les incorpore no sólo los paisajes urbanos sino los juguetes de la industria y de la tecnología.
Quienes abogan porque la poesía se vuelva urbana olvidan que la poesía comenzó siéndolo. El poema más antiguo y más vivo de la tradición que solemos llamar occidental, la Ilíada, no sólo es un poema urbano sino el canto a la destrucción de una ciudad. Es decir, empezamos cantándole, ni siquiera al nacimiento de las ciudades, sino a su
aniquilación y su ruina.
Las ciudades son tan antiguas como la civilización. Lo que llamaban los griegos la Polis no era un conjunto de edificaciones, con calles, ágoras, templos, bibliotecas, escuelas, plazas, jardines, comercios y lupanares, sino el orden social del que florecían esas cosas. La Polis hace posible el mundo urbano, pero es sobre todo el orden mental, el sistema de relaciones que teje una cultura, y su hilo principal es el lenguaje.
Llena de ciudades estuvo siempre la poesía. De la Troya de la Ilíada, de las urbes de los griegos en el Peloponeso y en las islas, de Creta, ciudad de reyes y de laberintos. La Biblia abunda en poemas urbanos, en torno a los templos de Jerusalén, a las murallas de Jericó, a los palacios de Egipto, donde vivió su destierro José el muy bello. Los patriarcas habían venido de Ur de los Caldeos, que por primera vez tuvo observatorios para vigilar y bautizar a las estrellas. El salmo 137 de David comienza en Babilonia, donde los hebreos capturados en masa recuerdan con lágrimas la destrucción de su ciudad, le piden a su Dios que la lengua se les pegue al paladar si olvidan a Jerusalén, y afilan las uñas del resentimiento prometiéndose estrellar en el futuro contra las rocas a los pequeños hijos de Babel.
En el vértigo de los milenios es fácil sentir que uno de los primeros sueños humanos fue la ciudad, y que ya la antigüedad tendía a especializarla. Atenas del conocimiento, Tiros y Nínives del comercio, Babilonias y Persépolis del lujo, Florencias del arte, Romas del poder, Sodomas de la voluptuosidad. Los poetas, por su parte, se han movido entre la celebración o la deploración de sus ciudades reales, y la invención de ciudades fantásticas. Y aún cuando los poemas no describan a una ciudad evidente, la ciudad está tácita en sus versos.
Influidos por el romanticismo, pensamos a veces en poetas aislados, viviendo solitarios lejos del mundo, pero la poesía supone diálogos incesantes, debates literarios y filosóficos, escuelas retóricas, academias, certámenes de erudicción, cruces de lenguas y de mitologías. Cuando el poeta Rubén Darío pasó en 1892 por Cartagena de Indias y entró a visitar a Rafael Núñez, parece que éste le preguntó cuál era su rumbo. “Vuelvo a Nicaragua”, le contestó. “Pero no, dijo Núñez, usted necesita estar en alguna de las grandes capitales de la cultura, donde haya interlocutores y debates”. Allí mismo le propuso que fuera cónsul de Colombia en Buenos Aires, entonces una de las dos grandes capitales de la lengua castellana. La historia demostró que Núñez tenía razón. En Buenos Aires, Rubén Darío se convirtió en la voz de una generación que en el continente entero estaba renovando la lengua, y pudo llevar ese mensaje y ese magisterio hasta la España fatigada del fin de siglo, que languidecía, viuda de poder, añorando el imperio que había perdido y olvidando que había sembrado una lengua vigorosa en un mundo nuevo. La América Latina le envió con Rubén Darío a España ese bálsamo, la certeza de que la lengua seguía viva y llena de espíritu creador en dieciocho naciones de ultramar. Fue gracias a ese polen que Madrid volvió a convertirse en una de las capitales de la lengua castellana.
Un español de aquella época nos dejó una célebre traducción del hermoso poema novelado “Los amores de Dafnis y Cloe”, que empieza hablando de Mitilene, la ciudad en la isla de Lesbos, cruzada por canales y frecuentada por navíos, desde la cual Longo evoca sus escenas pastoriles: “Tocaba ya a su fin la primavera y empezaba el estío. Todo era vigor en la tierra. Los árboles tenían fruta los sembrados, espigas. Grato el cantar de las cigarras, deleitoso el balar de los corderos, dulce el ambiente perfumado por la fruta en sazón. Parecía que los ríos; cantaban al correr mansamente; que los vientos daban música como de flautas al suspirar entre los pinos; que las manzanas caían enamoradas al suelo…”.
Muerta Grecia, Roma llenó de poesía a Occidente. Fueron tales allí el abigarramiento y la muchedumbre de la vida urbana que, según Victor Hugo, la ciudad se confundía con el Universo. Oscuros aventureros -dice- se encontraban el trono en su camino, entraban, le daban una dentellada al género humano y después se iban. Ese desorden movió al poeta de la Leyenda de los siglos a decir que Roma era la puerca que se revolcaba en los estercoleros, e hizo que los poetas empezaran su cíclica añoranza de las sencillas armonías de la vida silvestre.
Hay una intemporal poesía de la Arcadia, la nostalgia de paraísos campestres o salvajes, donde sólo hay bosques y fuentes, cantar de pájaros y correr de vientos, pero lo más probable es que esos jardines de la nostalgia o de la ilusión hayan sido soñados y anhelados por hombres que vivían en ciudades. Las Bucólicas de Virgilio, entonadas con flauta campesina, “obra grata a la gente labradora”, como leemos en la traducción de Miguel Antonio Caro, fueron escritas por un varón de esa laberíntica Roma Imperial que ya se preparaba para cantar a la Cartago de Dido, esa ciudad de origen Tirio que se había alzado allá, lejos, frente a la ribera donde el Tíber se derrama en el mar. De ese mismo entorno brotaron las Sátiras de Marcial y los yambos de Cátulo, y los poemas de amor de este poeta a Lesbia, la cruel, que no era otra que la libertina Clodia Pulcher, a la que el poeta le labró un nicho divino en sus versos pero en realidad murió degollada a las orillas del Tiber por alguno de esos gladiadores borrachos con los que se trenzaba en las tabernas.
Pero Roma fue tan dilatada que su agonía duró siglos, y por esa dispersa ciudad moribunda discurrieron después los asuntos refinados y decadentes del Satiricón de Petronio. Chesterton, quien hizo todo lo posible por hermosear al cristianismo, decía que esa religión vino a limpiar de pecado los bosques, que estaban como envilecidos por el olor de las guirnaldas de Príapo, y que el universo cristiano tuvo que lavar el agua y cauterizar el fuego, porque el paganismo había profanado los elementos, cargándolos, supongo, de sensualidad. Pero eran hermosos y vanos intentos por salvar lo insalvable: el agua bendita de los templos medievales era portadora de pestes como toda agua estancada, y el fuego de las piras de la inquisición no fue precisamente un homenaje a la inocencia de los elementos.
Hombre de ciudad, Dante Alighieri, nos hace sentir al comienzo de su Comedia, buena prueba de que la humanidad acababa de atravesar siglos aciagos, que la imagen más acabada de lo espantoso es “una selva oscura”. !Ahi quanto a dir qual era è cosa duraesta selva selvaggia e aspra e forteche nel pensier rinova la paura! (Ay, qué duro es decir cómo era aquella selva salvaje y áspera y fuerte que renueva el pavor en el pensamiento).
La Edad Media había sido consecuencia de la caída de Roma. La gran ciudad que centró a Europa se había derrumbado, las aldeas se hundieron en un sueño de siglos, los caminos se hicieron intransitables, los bosques volvieron a ser tierra de duendes y espantos. Todo vuelve, y a veces la poesía de la ciencia ficción nos hace sentir que eso que ya ocurrió puede volver a ocurrir, que esta edad nuestra de cosmópolis podría colapsar, y que otra vez la humanidad podría verse refugiada en los campos, en aldeas fanatizadas contra los forasteros o contra la tecnología. Bastaría una sola peste de las que ahora se ciernen sobre la humanidad para reducir a tierra de nadie estas megalópolis de más de diez millones de habitantes que hoy asfixian y fascinan al mundo. Y como sólo lo inesperado ocurre, Umberto Eco ha dicho que estamos a las puertas de una nueva Edad Media.
William Ospina. Poeta, ensayista y traductor
colombiano (1954). El texto completo puede leerseen: Círculo de poesía. com
Fuente: William Ospina
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