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Relecturas - Periódico La Patria (Oruro - Bolivia)
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Domingo 27 de septiembre de 2020

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Cultural El Duende

Relecturas

27 sep 2020

Fuente: Edwin Guzmán Ortíz

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La pandemia ha evidenciado con mayor contundencia nuestra condición de animales atrapados por el imperativo orden de los ciclos. En efecto, son los ciclos o el tránsito dentro una repetición incesante lo que marca la azarosa existencia. Llámese la rutina, lo cotidiano, que precisamente marcan itinerarios cuyos elementales diagramas evidencian que nos movemos entre unos cuantos puntos, que van de lo doméstico a lo laboral y otros pocos menesteres.

Dentro el claustro, deambulando meses bajo el mismo techo y lamiendo las mismas paredes, condujo a habitar con mayor contundencia los hábitos, a releernos en los otros (los nuestros) a pulsar el eco cojitranco de los espejos. A enterarnos que la vida en su más elemental condición se compone de una instintiva sobrevivencia y, en los momentos de urgencia tácita, o disparo elucidatorio, la necesidad de tramar filosofías de recomposición vital. Y entre la actividad que se come a la inactividad, y viceversa, asoma cínicamente la pereza y el ocio. Precisamente Humberto Giannini lo desmenuza librescamente en “La Reflexión Cotidiana. Hacia una arqueología de la experiencia”; donde desentraña la currícula del ocio como forma de inacción creativa, como paritorio de ideas, venturas o despropósitos.

En medio de esta rutina y la repetición talmúdica de los días, había que optar por iniciativas para salir, sin salir de casa. Costumbre de una antigua tradición medieval, donde a partir del claustro estricto de los monasterios los monjes aislados y sin más atuendo que una sotana sobre el cuerpo se daban a la diligente tarea de leer, transcribir y pensar a full time, en medio de copiosas bibliotecas, trascendiendo así el encierro.

Así, cómplices del ocio y la disipación de pronto asoman los libros, la música o las películas o ese dispositivo fatal que barbituriza el espíritu: el celular. Pero ahora calaré en los libros, sí, esos artefactos maravillosos por mágicos, sobre todo, porque lo merecen. Y, claro, ahí asoma la biblioteca que se despereza y elonga como un gato. Tantos libros e innumerables páginas que todavía es posible precisar, pero lo que resulta imposible es la captura de ese ángel de enormísimas alas e infinitos vuelos: los sentidos que brotan de la lectura.

Expectante, se siente girar la biblioteca como un carrusel, evidenciando lomos burocráticamente ordenados, algunos proverbialmente evidentes, otros injustamente olvidados, relegados a reductos sombríos que el trajín cotidiano esconde.

El redundante tiempo del encierro favorece un inventario que podría resumirse en los libros leídos, los fatigados a medias, los apenas conocidos por la tapa, los circunstanciales, los imprescindibles, los accidentales, los que el maravilloso azar o la voz de un amigo los puso a disposición, los pasionalmente elegidos, en fin; pero en medio de la biblioteca se destacan ciertos lomos resplandeciente, venerables libros de culto. Por supuesto son aquello libros leídos, releídos, cuya voz habita ya nuestra voz y constituyen una suerte de osamenta sobre la que viaja esta vagabunda andadura. Ahora, constatamos como nunca esa obsesiva fijación en unos cuantos libros, cuyo eco resuena en el tiempo y cuya marca y presencia, resulta imborrable. Su relectura constituye un rito sagrado.

Borges, Nietzsche, Vallejo por ahí; Bataille, Medinacelli, Cortázar por allá; Spinoza, Paz o Cerruto más allá, Lezama Lima, Lispector, Poe... Y se me hace agua la loca fascinación por sus páginas. Poemas, cuentos, ensayos cobijados en antologías o dispersos errando su perennidad.

No precisamente aquellos que lee y consulta reiteradamente el académico, o quién busca repetir de memoria la cita bíblica para sumar ovejas al redil: no, la (re)lectura instrumental, sino la lectura del gozo estético, de la fiesta, del aquelarre literario, de la plenitud o la condena vital. La relectura como un acto de fervor y sabiduría.

Libros leídos, releídos, escudriñados hasta la saciedad, textos que terminan citándose de memoria, como si su escritura fuera un regalo particular, donde no hay bordes, paraísos impuestos, ni fugas inhóspitas, donde se crece reinventando mundos y palabras.

Y junto al placer de la relectura, está su hermana gemela, la de la severa lucidez, de aquella que nos atrae por su fuerza de verdad, por su sombría iluminación –ah, el Sol Negro de Lautreamont- porque sus palabras nos hablan de las heridas, acerca de nuestra ceguera, de esos caminos sembrados de refucilos que trajinan por la negación y que es necesario recorrerlos de frente –Cioran mediante, por ejemplo. Porque la lectura recuerda además, una y otra vez, esa vieja lucha a muerte contra la soledad y el silencio.

La relectura no es para nada la repetición o la evocación simple y romántica de lo leído, es montarse en una espiral que sin dejar de reafirmar las viejas lecturas, permite una ascensión a otros planos de entendimiento y gozo; es constatar que esos versos son un surtidor incesante de sentidos, un camino que se reinventa y que fluye, una suerte de epifanía. De ahí es que una forma de revitalizar la literatura, es leer con los ojos de hoy los textos del pasado, y constatar que el pasado también habita el presente y es una semilla imperecedera del futuro.

Las relecturas no suelen estar signadas por un orden prefijado. Son hijas de la pasión y el deleite, son un campo magnético. Uno salta de un libro a otro, cada día te convocan poemas y textos que urgen salir y abrirse a la luz de los ojos y la memoria. De este modo, la variopinta heterodoxia se mete bajo la piel.

Lecturas fractales, órficas, inquilinas del capricho y el deseo que no tiene códigos ni truculentas simetrías. Filosofías con pedigree. Sabiduría cínica.

La relectura es un acto de fidelidad y de amor. Es uno, que no cesa. Es una fiesta elevada a la condición de imperativo categórico. Es el Libro de Arena concebido por un viejo ciego y poderosamente vidente, donde el encierro es imposible.

Fuente: Edwin Guzmán Ortíz
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