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Domingo 25 de marzo de 2012

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Revista Dominical

Cuentos de la mina: La traducción

25 mar 2012

Fuente: La Patria

Por: Émilie Beaudet - Traductora, profesora de español y artista musical francesa

Siempre hay que estar orgulloso de su trabajo. No soberbio, solamente orgulloso. Pues la concretización de un proyecto de larga duración merece que uno se felicite y comparta su alegría por haberlo llevado a cabo, a pesar de todo.

Hace algunos años, precisamente en mayo del 2009, recuerdo que recibí un correo con un texto sobre Guillermo Lora, líder político que acababa de fallecer. En ese correo, una sola frase: “gracias por difundir”. Firmado: Víctor Montoya. Me dije: es increíble, este nombre reconozco. Sí, Víctor Montoya, autor de los Cuentos de la mina, libro que había encontrado en la avenida Heroínas, en Cochabamba, mientras buscaba libros sobre las minas en el marco de mis investigaciones universitarias.

Montoya, un descubrimiento, y todo un mundo con el que me iba familiarizando, que me era cada vez más próximo. Una obra original, nueva, diferente, perturbadora y mágica a la vez. En aquella época, al recibir ese correo, me dije: es imposible, no es él, debo estar equivocada. ¿Por qué se dirige a mí? ¡No soy nadie! Le contesté, preguntándole, de puntillas y con guantes blancos y de seda: ¿es realmente usted, el “verdadero” Víctor Montoya? Me contestó en un largo correo que sí, era él, que había visto mi blog sobre Bolivia, que había entendido que yo me interesaba por las minas y los mineros, que por eso me había enviado ese texto. Salté sobre mi silla, o me caí, ya no me acuerdo. ¡Era alucinante, una suerte, un regalo del destino! Le pedí permiso para traducir ese primer texto sobre Guillermo Lora. Aceptó.

Fue el inicio de una gran colaboración y el nacimiento de una amistad. Víctor Montoya me confió sus “Crónicas mineras”, una tras otra, y las traduje. Descubrí, me enriquecí, me impregné de esa cultura que él conoce tanto. Poco a poco, fui aprendiendo un poco más acerca del personaje, su historia, sus compromisos, su exilio a Suecia, su Bolivia. Los intercambios por email se hicieron más largos, él me apoyó y me ayudó en mis investigaciones universitarias, nos hicimos amigos. Es una alegría trabajar con Víctor, está siempre a la escucha.

Y un día vino la propuesta, la de traducir los famosos Cuentos de la mina, los que se encontraban en mi biblioteca, a los que tenía el proyecto de dedicar un capítulo de mi tesina, a los que ya casi me sabía de memoria, que había leído y releído. ¡Qué pregunta! Evidentemente, dije un gran sí, sin condiciones, sí nomás, casi sin pensarlo. Me tomaría el tiempo necesario, pero me comprometí, con los ojos cerrados, porque sabía que había mucho por ganar.

Cuentos de la mina… En esa mina me adentré, viví en sus entrañas, día tras día, avancé, en la oscuridad. La Virgen del Socavón, el Chiru Chiru, la Chinasupay y, claro está, el Tío, todos esos personajes me acompañaron en mi trabajo. A veces, hasta sentí la presencia del Tío. Entonces me esmeré. Quería tratarlo bien, para que estuviera satisfecho con mis palabras. La parte más difícil, más laboriosa, comenzó al final de la traducción, con la relectura. Mejor dicho, las relecturas, decenas, ni siquiera puedo contarlas. ¡Cuántos ojos se posaron en esas páginas! ¡Casi se puede hablar de una solidaridad ocular! Leímos, releímos, desmenuzamos, analizamos, corregimos, remplazamos. Un verdadero trabajo de artesanos, pues ante todo no había que deformar el texto de Víctor, ¡que es orfebrería!

Por fin, lo enviamos a varios editores. Nos contactaron muy rápidamente. Pero cayó la sentencia: querían otros textos más. Me lancé otra vez en algunas horas febriles de traducción acelerada, pues entonces tenía la presión del tiempo, porque estaban esperando mi trabajo. Fueron las “Conversaciones con el Tío”, esa serie de textos en los cuales Víctor Montoya habla de literatura con su divinidad favorita. Un regalo para los ojos, a veces un rompecabezas, siempre una recreación, un nuevo desafío en cada juego de palabras, en cada expresión. Nunca me pesó este trabajo; al contrario, me divertí.

Sin embargo, lo confieso, ya era tiempo de que todo eso se termine, que el libro vuele con sus propias alas. Sentía que había llegado el momento, que había concluido la gestación. Al Tío, al final, ya no lo podía ver ni en pintura. Sobredosis. Cuidado, es una metáfora… No quisiera enojarme con el que, de cierta manera, es también mi protector y el que supervisó mi trabajo. Desde entonces, cuando escribo, siento a menudo su presencia a mi espalda, su mirada de fuego y su soplo detrás de mí, esa ironía que él tiene a veces, esa capacidad solapada de hacerme dudar del contenido y del estilo de lo que estoy escribiendo. ¿Quién dijo que las divinidades ancestrales eran incultas?

Al cabo de este trabajo, tres años después de ese lindo encuentro con mi amigo Víctor Montoya, les anuncio con orgullo la publicación de nuestro libro, “Contes de la mine”.

Fuente: La Patria
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