Viernes 29 de mayo de 2020

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Ningún aficionado negará que se puede encontrar más placer en un único dibujo que te haya llevado toda una tarde hacer -una tarde entera sentado, tranquilo, de modo que puedas sintonizar con lo que sería el estado de ánimo del artista- del que puede obtenerse con el deslumbramiento y la acumulación de impresiones incongruentes que uno recibe, hastiado y aturdido, en una de esas famosas galerías de arte. Pero esto que admitimos aquí en relación con el arte no es extensivo a esas bellezas, llamadas naturales, a las que ningún exceso en el sublime contorno de las montañas, o en las gracias de los cultivos de las llanuras, podrá perjudicar de tal manera que debilite o degrade el sabor que dejan. Sin embargo, no podemos estar seguros de que la moderación y un régimen de austeridad tolerable, incluso en el escenario, no resulten saludables y fortalezcan el gusto; y que la mejor escuela para un amante de la naturaleza no se encuentra en uno de esos países que no provocan el efecto de un decorado -es decir, en los que no hay nada saliente, ni nada súbito-, sino un tranquilo espíritu de ordenada y armoniosa belleza que empapa todos los detalles de un modo tal, que podremos esperar, pacientes, cada uno de esos leves toques que hacen sonar en nuestro interior, todos a la vez, la nota que se oculta en el paisaje. Es en un escenario como este donde nos encontraremos con el estado de ánimo adecuado para buscar los detalles más insignificantes y remotos. La constante recurrencia de combinaciones similares de colores y perfiles nos impone gradualmente una sensación de construcción de esa armonía y, de pronto, algo del manierismo de la naturaleza nos resulta familiar. Este es el verdadero placer de nuestro «hedonista rural»: no quedarse anonadado ante el Monte Chimborazo; no sentarse ensordecido junto al bombo de la orquesta, sino aprender día a día algo nuevo de esa belleza, experimentar una nueva sensación, vaga y tranquila, que hace tiempo nos abandonó. No es la gente la que ha «ansiado la naturaleza y languidecido por ella durante tantos años de confinamiento en la gran ciudad» , como dijo Coleridge en aquel poema que tanto avergonzó a Charles Lamb; no son aquellos que más progresos hacen en su intimidad con ella, ni los más rápidos en ver o los que tienen más afán de disfrute. En esto, como en todo, son los conocimientos insignificantes y la dedicación continua y apasionada los que forman al verdadero diletante. Un hombre tiene que haber pensado mucho en un escenario antes de empezar a disfrutar de él. No hay en las colinas un entusiasmo juvenil que pueda adueñarse de la esencia última de la belleza. Es posible que la mayoría de la gente ya esté calva cuando pueda comprobar en un paisaje que tienen la capacidad de ver; e incluso entonces será sólo durante un momento, antes de que sus facultades empiecen su declive y ellos, al mirar por la ventana, comiencen a percibir que su vista está oscurecida y limitada. Así el estudio de la naturaleza debería llevarse a cabo de una forma completa y sistemática. Toda pequeña gratificación debería degustarse despacio, como un bocado exquisito, y nosotros deberíamos estar siempre dispuestos a analizar y comparar para poder ofrecer una explicación plausible a nuestras preferencias. Cierto que resulta difícil decir con palabras, aun de manera aproximada, qué sentimientos entran en juego. Hay una crueldad peligrosa intrínseca en todo refinamiento intelectual de cualquier sensación vaga. El análisis de estas satisfacciones siempre lleva a la afectación literaria, y estoy seguro de que todos conocemos ejemplos donde se ha probado que dicho análisis ejerce una influencia morbosa en la elección del lenguaje por parte del autor, o del giro de sus oraciones. Sin embargo, hay muchas cosas que hacen atractivo el intento: pues cualquier expresión, por imperfecta que sea, cuando se ha utilizado para delimitar un sentimiento profundo, parece una suerte de legitimación del placer que nos provoca. Un sentimiento común es uno de esos bienes fantásticos que hacen que la vida tenga buen sabor y siempre sea distinta. Saber que otro ha sentido lo mismo que nosotros, que ha visto cosas -por pequeñas que sean- de un modo no muy distinto al modo en que las hemos visto nosotros, será hasta el final uno de los mejores placeres de la vida.
Fuente: Robert Louis Stevenson