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Warning: session_start(): Cannot start session when headers already sent in /home/lapatri2/public_html/impresa/index.php on line 8 La danza de la muerte - Periódico La Patria (Oruro - Bolivia)
Habrá que pertrecharse con jeringas infectadas de cronopios - La guerra que vendrá, de Luis Eduardo Aute, maestro de belleza
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Hasta hace unas semanas, nada hacía presagiar la existencia de amenazas apocalípticas a este lado del progreso. Una inesperada pandemia ha puesto fin al letargo optimista, llevándose por delante las fantasías de omnipotencia y revelando en todo su esplendor nuestra fragilidad esencial. La tribulación inicial provocada por el eclipse de la vida social y afectiva ha dado paso a la aflicción y la angustia. Desbordadas por las cifras de víctimas, las poblaciones se han visto repentinamente confrontadas con un atolladero civilizador; con un lado dramático de la existencia que parecía definitivamente erradicado en las sociedades desarrolladas.
Un incidente inimaginable ha puesto en peligro esa seguridad de propietarios a la que aspirábamos. «Todo parecía asentarse sobre el fundamento de la duración», recordaba Stefan Zweig en El mundo de ayer, un mundo que confiaba tan ingenuamente en la seguridad como nosotros lo hacíamos en los frutos benéficos del progreso y el crecimiento. Justo ahora que los muchachos de Silicon Valley estaban enfrascados en un apasionante debate sobre la inmortalidad y la erradicación de la enfermedad, una nueva danza macabra ha sacudido nuestras certezas exigiendo un doloroso tributo de vidas humanas. A pesar de nuestro exhibicionismo tecnológico, la guadaña de la muerte, ese eterno memento mori que no hallará entre nosotros a heraldos como Brueghel el Viejo, Hans Holbein, Goya o Martini, nos ha sorprendido tan indefensos e impotentes como siempre.
Para quienes no ven en esto más que un bache en el alfombrado camino del progreso, interpretar este panorama insólito e inesperado en términos apocalípticos se antojará excesivo; en todo caso, no cabe duda de que nos ha cortado la respiración. Está por ver si finalmente comprendemos que juzgarnos a salvo de cualquier catástrofe es vivir en el engaño. Superada la emergencia, ¿volveremos sobre nuestros pasos o revisaremos los medios y los fines, los valores y las prioridades? ¿Abriremos un debate sobre la incompatibilidad de la arrogancia fáustica del hombre y la humilde asunción de los límites? ¿Nos haremos cargo de una vez por todas de nuestra insignificancia?
De momento, la respuesta de los actores sociales a este paisaje excepcional nos da una pista sobre lo que se avecina. Evitaré, por soporíferas, las esperables refriegas entre la oposición y el equipo de gobierno, al que, por cierto, se han incorporado los representantes de la indignación y sus aparatos de propaganda. Por muy alejados que puedan parecer ideológicamente, no es difícil ver que se trata de posicionamientos solidarios y falsamente rivales: difieren en la forma de administrar la civilización de la máquina, pero no se cuestionan su existencia.
En el campo de la crítica social, el virus ha desnudado la indigencia de algunos faros intelectuales. La ocasión la pintaban calva para Agamben, quien, arrimando el ascua a su sardina, ha visto en la «invención de la epidemia» un refrendo de su tesis sobre el Estado de excepción. Debo decir que ignoro por completo el origen del virus, y aunque no suelo dar pábulo a las teorías conspiratorias, pienso que una prudencia elemental debería prepararnos para recibir con naturalidad cualquier sorpresa. Si bien la historia reciente está llena de antecedentes que autorizan las conjeturas sobre conspiraciones, eso no significa, como hace Agamben, negar la incidencia y la nocividad del virus.
Por su parte, el cool e irreverente Slavoj ?i?ek, tras sus cansinas bufonadas pop sobre las katanas de Tarantino (¿?), afirma que la reorganización de la economía global pasa por una reformulación del comunismo (¡!) basada en «algún tipo de organización global que pueda controlar y regular la economía y limitar la soberanía de los Estados nacionales cuando sea necesario». En otras palabras, un macro-Estado mundial cuyo poder absoluto sobre los individuos haría palidecer al Leviatán que un día imaginó Hobbes. Ante semejante lucidez, no asombrará el merecido prestigio de ambos pensadores en el mercado de la ideas radicales. Ambos hacen honor a nuestro siglo.
Majaderías negacionistas y totalitarias al margen, la pandemia ha puesto de relieve el desamparo de nuestros mayores y la triste realidad de los ancianos, víctimas propiciatorias del virus y de una civilización que los almacena como mercancías defectuosas. También ha sacado a la luz la profundidad de una desigualdad social que impedirá a muchas familias salir a flote cuando remitan sus efectos. Buena parte de los empresarios han reaccionado con la sensibilidad esperada y han mostrado más preocupación por el abaratamiento del despido que por la salud de los trabajadores. En lo que se refiere a la gente de a pie, hemos sido testigos de la misma grandeza y la misma miseria a la que el género humano nos tiene acostumbrados. Tras un momento inicial en el que se concitaron todas las insensateces, desde el desvalijamiento de los supermercados a la huida generalizada de propietarios a sus escondrijos costeros, algunas muestras de fraternidad y apoyo mutuo se abrieron paso entre el egoísmo y el desapego. Acuciado por las circunstancias, el poder apeló a la responsabilidad y al sentido cívico de ciudadanos a los que se les ha inculcado la codicia y la ambición desde la cuna. No se entiende por qué razón una sociedad de prensa rosa, fisgones digitales y másteres en gestión de recursos humanos debería condenar a esos honrados ciudadanos que se ocultan tras la cortina y corren a denunciar a los vecinos en las redes. Me pregunto de dónde sacarían los hijos de una civilización basada en la competición, que sólo ven en el prójimo un obstáculo a su deseo de prosperar, esas reservas de altruismo. Diderot estaba convencido de que un hombre que antepusiese su propio interés al bien público tendría que sentir oscuramente que había una conducta mejor y se tendría en menor estima por no ser capaz de sacrificarse. Basta echar una ojeada a las cifras de multados y detenidos durante el encierro domiciliario para comprobar el error del filósofo.
Michel Suárez (Pola de Siero, Asturias, 1971) Doctor en historia es editor y redactor de la revista Maldita Máquina: cuadernos de crítica social.
Tomado de El Cuaderno. Lo aquí reproducido es sólo la primera de dos partes de un texto titulado Drácula en el sótano, y ha sido tomado de El Cuaderno. El texto completo puede leerse en:
elcuadernodigital.com
Fuente: Michel Suárez
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