La conmoción pública generada por la corriente de inseguridad ciudadana que eclosionó con violencia durante las últimas semanas, en especial en la ciudad de El Alto, tiene su origen de corto plazo en la “politización de los órganos” que legalmente deberían preservar la paz, tranquilidad y seguridad de la población, en todo el territorio nacional. No hay policía, ni poder judicial que asuma el monopolio del control constitucional de la fuerza pública, debido a que su misión en el presente y desde hace seis años, se ha concentrado en las exigencias del poder político central para sustentarlo y hacer posible que el principio de gobernabilidad no se haya perdido por efecto de la utópica corriente ideológica que no aterriza por su falta de consistencia.
La corriente de inseguridad ciudadana se alimenta en “la crisis de Gobierno que hace aguas” debido a la incapacidad en la administración del Estado, incapaz de crear condiciones para la generación de nuevas fuentes de trabajo y de una política social coherente con las crecientes necesidades de una población que registra un 2.5 % de crecimiento demográfico cada año. El estímulo de las drogas en un mercado abierto para la juventud, facilita la pérdida de toda forma de razonamiento que equilibre el comportamiento social y, además, cierra el cuadro que coloca al país al borde del precipicio o el suicidio colectivo de la población en su conjunto.
La sociedad está consciente que la Policía sólo cumple la misión de preservar la seguridad del poder político central y la justicia ordinaria concentra sus esfuerzos a la “persecución judicial contra políticos opositores”, para impedir que se construya “toda forma de opción democrática y la organización de cuadros para hacer frente al oficialismo”. La delincuencia común, en especial, en las ciudades de El Alto, La Paz, Santa Cruz y Cochabamba, tienen una vertiente de “garantías para desarrollar sus actividades” en un escenario de impunidad, al igual que las “bandas de narcotraficantes” que fabrican y trafican cocaína, en el amplio espectro del territorio nacional, con perspectivas de exportación.
Lo anunciado por parlamentarios oficialistas de “endurecer la penas” en los códigos Penal y de Procedimiento Penal, sólo tienen un “sabor demagógico”. Es públicamente conocido que la máxima pena contra delitos de asesinato y sus agravantes, en Bolivia rige por mandato constitucional y no es posible “tomar en las manos” y con la “facilidad del discurso”, el artículo que los penaliza a 30 años de prisión y cambiarlo utilizando los dos tercios de congreso para modificar la Nueva Constitución Política del Estado, si se considera que la Carta Magna necesita de un procedimiento más enredado que el anterior, para simples modificaciones. No vamos a ingresar en más explicaciones magistrales sobre el tema.
El tema central para solucionar el conflictivo panorama delincuencial del momento, debe concentrarse en la posibilidad de “despolitizar la acción policial” y la administración de justicia, por lo tanto, abrir los espacios del trabajo de los casi 40.000 policías uniformados y no uniformados, al cumplimiento de su especifica misión de crear las condiciones necesarias para un desenvolvimiento normal y otorgar las garantías necesarias para la preservación de la vida de cada ciudadano boliviano. Pero, además, los operadores de justicia en Bolivia sólo deben cumplir su misión de administrar justicia, en forma imparcial e independiente del poder político, asumiendo su compromiso con la sociedad, con la responsabilidad profesional que le impone la Ley para garantizar la vigencia de los deberes y derechos que cada ciudadano boliviano tiene en su relación con el Estado.
Asumiendo este papel, su papel constitucional, ambos organismos comenzarán a erradicar de la administración del Estado, un mal peor, el endémico e institucionalizado fenómeno de la corrupción y tráfico de influencias, prebendal y nocivo que nació con la Fundación de la República.
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