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Domingo 03 de noviembre de 2019

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Cultural El Duende

Inolvidable Pablo Casals

03 nov 2019

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"Disponga usted de mi corazón, de mis manos y de mi violín", le dije a Pablo Casals el día que lo conocí. Eso sucedió en 1950, y nunca tuve motivo para retirar mi triple ofrecimiento; menos aún el del corazón. Toda mi vida había reverenciado a Casals, quien reunía en sí mismo a dos personalidades imponentes: el mejor violonchelista de la historia y filántropo ejemplar.

La singularidad de cada ser viviente lo cautivaba. Enemigo declarado de cualquier forma de dictadura totalitaria, viajó cientos de millares de kilómetros en su cruzada por la paz, incluso cuando ya era nonagenario.

Aunque supo de tragedias personales, afirmaba invariablemente: "La vida es portentosa". Como dijo Thomas Mann, premio Nobel de Literatura, Pablo fue "uno de esos raros artistas que vienen a salvar el honor de la humanidad".

Conocí a Casals en la aldea de Prades, situada en la vertiente francesa de los Pirineos, adonde se había expatriado de su España natal en 1939, tras la victoria de Franco. Allí comenzó a organizar ayuda para los refugiados y juró que jamás volvería a tocar el violonchelo en un mundo donde imperaban la guerra y la dictadura. Sin embargo, cobró ánimo y en varias ocasiones tocó para los refugiados.

Conocí a Casals en la aldea de Prades, situada en la vertiente francesa de los Pirineos, adonde se había expatriado de su España natal en 1939, tras la victoria de Franco. Allí comenzó a organizar ayuda para los refugiados y juró que jamás volvería a tocar el violonchelo en un mundo donde imperaban la guerra y la dictadura. Sin embargo, cobró ánimo y en varias ocasiones tocó para los refugiados.

En 1950 el violinista Alexander Schneider lo persuadió para que interviniera en un festival conmemorativo del segundo centenario de la muerte de Juan Sebastián Bach, que se celebraría en la iglesia de Prades, construida en el siglo XIV. Luego Schneider nos convenció, a mí y a otros cuantos músicos, de que formáramos parte de la orquesta. Y en aquella bellísima aldea de callejas adoquinadas y rojos tejados dimos nuestros conciertos, que posteriormente llegaron a ser una tradición anual.

Entre ensayo y ensayo el violonchelista catalán solía sentarse a conversar. Afirmaba que, antes que a la música, se debía al bienestar de la humanidad:

"No basta con vivir", sentenciaba. "Debemos intervenir en todo lo bueno y cumplir cada uno nuestra parte como mejor podamos".

PREMIO Y POBREZA

Pablo Casals nació en 1876 en la aldea de Vendrell, cerca de Barcelona. Su padre era organista de la iglesia local y la familia vivía en la pobreza, pero Pablo era un niño vivaracho y alegre. Cuando a veces pasaban por Vendrell grupos ambulantes de músicos, y sus instrumentos, especialmente el violonchelo, atraían poderosamente el chico. Su padre, valiéndose de una calabaza y una cinta de madera, improvisó un violonchelo para el pequeño. Pablo recibió su primer violonchelo de verdad a los 11 años.

No obstante el interés de su vástago por la música, el padre deseaba que fuera aprendiz de carpintero para que adquiriera un oficio. Su madre, sin embargo, tenía muy otras miras para él. Lo llevó consigo a Barcelona cuando el niño tenía 11 años de edad, le sufragó sus primeras lecciones de música y lo dejó a cargo de unos parientes.

Para costearse los estudios, Pablo obtuvo la plaza de violonchelista en un café. Cierta noche se hallaba presente Isaac Albéniz, el notable compositor y pianista catalán, quien al oír tocar al muchacho quedó tan impresionado que se lo llevó al conde de Morphy, protector de las bellas artes y consejero de la reina regente María Cristina. La Reina dotó a Pablo de una modesta pensión, y el muchacho estudió durante cerca de tres años en Madrid hasta que Morphy le aconsejó que se trasladara al prestigioso Conservatorio de Música de Bruselas.

Cuando se presentó a prueba en el Conservatorio de Música de Bruselas, le ordenaron sentarse al fondo del salón, mientras tocaban los alumnos de la clase de violonchelo. Por fin el profesor le dijo con sarcasmo: "A ver, españolito, ¿quieres tocarnos algo?" Y citó una larga lista de composiciones, todas las cuales Casals declaró saber. "¡Este chico lo sabe todo!" comentó el maestro, y la clase rio a carcajadas.

El catedrático indicó a Casals que tocara Souvenir de Spa, pieza brillante y de muy difícil ejecución. Al terminarla, todos se quedaron mudos, maravillados, y el gran maestro le propuso:

-Obtendrás el primer premio si aceptas inscribirte en mi clase.

-No -replicó Pablo-. Me ha puesto usted en ridículo delante de sus alumnos.

PÁNICO ESC?NICO Y FAMA

Pablo, su madre y sus dos hermanitos se marcharon inmediatamente a París. Al saberlo, el conde de Morphy pidió a la Reina que suspendiera la pensión al muchacho. Sin esta, la vida resultaba difícil. El único trabajo que Pablo pudo conseguir fue el de segundo violonchelista de la orquesta del Folies-Marigny, café cantante que se especializaba en el cancán.

Todos los días el chico atravesaba a pie la ciudad para ir al trabajo y volver a casa, con lo que ahorraba los 15 céntimos del pasaje en tranvía (precio de una hogaza de pan). Su madre hacía en casa trabajos de costura. En eso enfermó Pablo, y su progenitora, desesperada, se cortó la larga mata de sus hermosos cabellos negros para venderla y comprar medicinas.

Al empeorar su situación regresaron a Barcelona, donde la suerte les sonrió de pronto. Ofrecieron al muchacho una plaza de maestro y obtuvo además un puesto de violonchelista en la orquesta de la ópera. A los 22 años de edad, con una carta de recomendación para Charles Lamoureux, una de las figuras prominentes de la música en su época, Pablo decidió volver a probar fortuna en París.

La primera vez que se entrevistó con Lamoureux, este dijo bruscamente al catalán que volviera al día siguiente. Así lo hizo, y en esa segunda ocasión Lamoureux protestó por las constantes interrupciones y siguió escribiendo. Pero en cuanto Casals empezó a tocar, el músico francés dejó caer la pluma y lentamente se volvió a verlo de frente. Terminada la pieza musical, lo abrazó efusivamente y exclamó: "¡Hijo mío! ¡Eres uno de los elegidos!"

Pablo no tardó en convertirse en figura internacional, y cobraba enormes sumas por tocar en público. Pero el pánico escénico estuvo a punto de arruinar su carrera. Estaba tan nervioso la noche de su presentación en Viena, que el arco de su instrumento se le escapó de las manos y fue a caer entre el auditorio. En total silencio los espectadores pasaron el arco de una fila a otra hasta que llegó de nuevo al músico.

En otra ocasión se lastimó la mano izquierda en un accidente, al escalar una montaña, y su reacción inmediata fue de alivio, al pensar que ya no tendría que tocar en público. (Por fortuna, a los pocos meses la mano sanó.) "Sólo pensar en un concierto ante el público me da pesadillas", me confesó.

M?SICA PARA LA PAZ

Para que los pobres tuvieran acceso a los conciertos, Casals había fundado en Barcelona, la Sociedad Obrera de Conciertos, poco después de 1920. La Sociedad llegó a contar con trescientos mil afiliados, que pagaban unos céntimos al año por las entradas. También contrató a 88 de los mejores músicos que logró reunir en una magnífica orquesta sinfónica para Barcelona.

Mientras el conjunto no pudo pagarse sus gastos, Casals sufragó de su bolsillo el déficit, equivalente a 300.000 dólares.

La guerra civil española dio al traste con la Sociedad Obrera de Conciertos y con su orquesta. La noche del 18 de julio de 1936, mientras Casals dirigía la Novena Sinfonía de Beethoven, llegó la noticia de la inminente batalla por el dominio de Barcelona. Casals tomó la palabra para decir a sus colegas:

"No sé cuándo podremos reunimos de nuevo; propongo que terminemos de tocar la sinfonía en calidad de adiós o hasta luego".

Y así como se negó a tocar en la España de Franco, en la Italia de Mussolini y en la Rusia de Stalin, Casals no quiso tener ninguna relación con la Alemania de Hitler. Tres altos jefes del nazismo fueron un día a Prades en busca del artista, con la súplica de que tocara ante el Führer. Pablo se negó, aduciendo sentirse enfermo. Los nazis le ofrecieron un vagón especial de ferrocarril para que hiciera el viaje; el violonchelista catalán replicó que estaba demasiado viejo para viajar. Los alemanes pusieron a Pablo Casals en su lista negra, pero, temerosos de provocar la indignación mundial, lo dejaron en paz.

Casals se casó tres veces: la primera en 1906, con una violonchelista portuguesa; la segunda, en 1914, con una cantante norteamericana. En 1957 volvió a contraer matrimonio, esta vez con Marta Montáñez, joven y encantadora violonchelista puertorriqueña que había viajado a Prades para estudiar con él Marta tenía 20 años de edad, y él 80.

La pareja se mudó a Puerto Rico, donde Pablo reanudó el Festival Casals, que se ha venido celebrando todos los años a partir de 1958. Casi cada verano Casals se trasladaba a Marlboro, en el Estado norteamericano de Vermont, para dar un curso y dirigir en el festival organizado por su gran amigo el pianista Rudolf Serkin.

Poco a poco advirtió Pablo que él solo no podría convencer a los gobiernos totalitarios con sus protestas. Pero quizá su música lograra lo que no podían hacer sus palabras. En 1960 dirigió por primera vez El Pesebre, su oratorio que canta la paz y la hermandad entre todos los hombres, y ofreció presentarse en cualquier lugar del mundo para dirigirlo.

En 1971 estrenó su Himno a la Paz, con letra de Wystan Hugh Auden. Casals dirigió la ejecución de esta obra en el recinto de las Naciones Unidas.

Pablo Casals amaba a toda la raza humana, pero sus predilectos eran los niños. Mis hijos lo adoraban. Profundamente preocupado al ver crecer a la niñez en un mundo sumido en el materialismo, me decía con tristeza: "No saben nada del prodigio de la vida. Tener conciencia de que cada cual es único en toda la creación, ¡qué privilegio!"

Para él no significaba nada envejecer. Era sólo cuestión de calendarios. "Mientras podamos admirar y amar", me dijo durante una de nuestras últimas visitas, "seremos siempre jóvenes". No entendía a quienes se lamentaban de los años. Una vez amonestó a un amigo: "No es que seas viejo. Lo que pasa es que fuiste joven hace mucho".

"¿DE QU? OTRA MANERA PODRÍA OBRAR?"

En el verano de 1973 Pablo Casals visitó a Israel. A su llegada la temperatura era de más de 32° c., y en todo su aspecto el artista mostraba sus 96 años cumplidos. Lo trasladamos, enfermo y débil, del avión a su hotel, en Jerusalén. El violonchelista catalán pidió inmediatamente un piano. El único que pude conseguir fue el del bar del hotel, y encargué que lo llevaran a la habitación de Pablo.

El anciano, endeble y fatigado, se sentó en el banquillo, se soltó la corbata, se aflojó los tirantes y empezó a tocar un preludio de Bach. Sus mejillas recobraban el color; sonrió y volvió a sentirse bien.

De regreso en Puerto Rico, en septiembre de 1973, Pablo Casals tuvo un ataque cardiaco complicado con pulmonía. Hubo que hospitalizado e, impaciente por ello, se arrancó de los brazos las agujas intravenosas, las arrojó al suelo y espetó a las enfermeras:

"¡Con un demonio! ¡No me moriré!" Y, por increíble que parezca, logró sobrevivir otro día más.

Puerto Rico declaró tres días de duelo nacional, y Pablo Casals fue sepultado en una pequeña cripta de granito gris a orillas del mar.

En todo el mundo hubo ceremonias luctuosas, y aun en la misma España, en homenaje a su autor, se ejecutó parte de su oratorio de paz.

La última vez que vi a Pablo fue a fines de agosto de 1973, cuando él salía de Israel. Lo besé y prometimos mantenernos en comunicación. Lo seguí con la mirada mientras atravesaba el vestíbulo del hotel. Pablo se volvió y me sonrió. Yo agité la mano.

Siempre tuvimos la sensación de que cualquiera ocasión podría ser la última, así que nunca nos dijimos adiós. Aquella vez recordé lo que el gran maestro me había dicho años antes en Prades:

"¿De qué otra manera podría obrar? El hombre tiene que vivir según su conciencia".

Isaac Stern. Ucrania, 1920 - Israel, 2001. De origen judío, nacionalizado estadounidense.

Considerado como uno de los mejores violinistas del siglo XX.

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