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Domingo 03 de noviembre de 2019

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Cultural El Duende

Mis maestros y mis libros: una relación compleja

03 nov 2019

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Se dice que lo grande es callado, lacónico, breve. Lo sensato estaría pensado de antemano. Jorge Luis Borges dice que nadie puede enseñar nada. Por suerte, a mis setenta y siete años, ya no me preocupo por lo grande y lo sensato y por acercarme a estas categorías. Me apoyo más bien en las palabras de André Gide: todas las cosas ya han sido dichas, pero como nadie escucha, siempre hay que empezar de nuevo. Me contento con ejercicios de diversión modesta, como escribir unas Memorias razonadas, que son, por ejemplo, largas y latosas para los lectores y entretenidas sólo para el solitario autor. Pese a la ancianidad y a mi memoria muy deteriorada, me asaltan continuamente muchos recuerdos contradictorios en torno a mis años formativos en Alemania. Fue la época más bella de mi vida, la única que merece un gran esfuerzo para reconstruirla.

En realidad reflexiono desordenadamente en torno a mi existencia, usando como excusa la rememoración de los pensadores ilustres y los grandes libros que moldearon mi modo de pensar y sentir. Lo que aprendí de ellos ha sufrido una serie de modificaciones en mi cerebro, que pueden ser calificadas como curiosas y hasta inesperadas.

En realidad reflexiono desordenadamente en torno a mi existencia, usando como excusa la rememoración de los pensadores ilustres y los grandes libros que moldearon mi modo de pensar y sentir. Lo que aprendí de ellos ha sufrido una serie de modificaciones en mi cerebro, que pueden ser calificadas como curiosas y hasta inesperadas.

Y aquí surge la cuestión: ¿Son los libros realmente tan importantes como lo cree la tradición occidental y como yo lo reitero de modo ingenuo? En el Fedro Platón asevera categóricamente que la escritura es un saber muerto, de una dignidad muy inferior a la palabra hablada. Los libros serían sombras inmóviles de nuestro pensamiento, fijadas para siempre en moldes estériles. Lo auténtico sería el conocimiento que llevamos en nuestro interior. Borges no era del todo refractario a esta doctrina. San Clemente de Alejandría (150-216 d. C.) prosiguió fielmente esta enseñanza platónica y agregó un argumento pragmático difícil de ser refutado: "Escribir en un libro todas las cosas es dejar una espada en manos de un niño". Hoy sabemos que el conocimiento científico y tecnológico, que circula libremente, puede ser utilizado por los terroristas en pro de los objetivos más atroces.

Esta concepción contiene un adarme aristocrático: sólo los genuinos iniciados podrían acceder a la verdad profunda. Platón se inclinaba al misticismo y a una posición conservadora mediante su célebre premisa de que conocer es recordar. Esta razón recordatoria o anamnética tiene connotaciones muy aceptables, pero también resulta ser un precepto que no es innovador: sólo se puede conocer, es decir: recordar, lo que ya existe anteriormente en nuestro aparato memorístico, antes de cualquier esfuerzo cognitivo racional. Este enfoque, por lo tanto, no nos permite percibir y analizar críticamente lo que no pertenece desde un comienzo al tesoro de las primeras experiencias. Tampoco favorece la comprensión de hechos y dilemas situados fuera de nuestro círculo primario de conocimientos. Esta concepción no es flexible con respecto a las propias vivencias; no es propicia a vernos a nosotros mismos desde ojos ajenos y es reacia a percatarnos del ancho mundo. A pesar de toda mi admiración por el divino Platón, no puedo seguirlo en la apreciación de los textos escritos.

Por otra parte admito que es arduo ingresar a un diálogo íntimo con los maestros, ni siquiera bajo la forma de una ficción literaria, pues mi timidez no genera la atmósfera de familiaridad que hubiese permito tal atrevimiento. Aquí recuerdo con envidia que Maquiavelo y Montaigne entraron en contacto directo con los grandes pensadores del pasado, y lo hicieron brillantemente en sus momentos de ocio e inspiración. Se ponían sus vestiduras de gala y convocaban a las almas de los grandes muertos. Estos siempre acudían a la cita de los espíritus selectos. Esta escena me impresionó vivamente. En la torre de su castillo Montaigne, ataviado con sus mejores ropas, recibía a Plutarco, Cicerón y Séneca, conversaba e intercambiaba pareceres con ellos y ocasionalmente les llevaba la contra. Los ilustres muertos no se molestaban por ello y más bien parecían encantados de que alguien los tome en serio en la ultratumba. Y así Montaigne componía sus imperecederos Ensayos, esa obra cumbre de la literatura universal. Entonces yo me pregunto: ¿Dónde debería recibir, por ejemplo, a estos eximios espíritus? Por suerte no hay que ofrecerles nada de comer y beber, pero ¿en cuál idioma comenzar el conciliábulo? ¿Cuáles temas habría que abordar para que no se aburran? ¿Cómo despedirlos sin que se ofendan? No hay duda de que unas cuantas sesiones de este tipo habrían bastado para completar exitosamente mis Memorias razonadas. A mí me faltan el talento, la arrogancia y la seguridad interior que son indispensables para que las grandes figuras del pasado se dignen dialogar conmigo. De todas maneras aquí quiero rendir un sentido homenaje a aquellos maestros que practicaron un talante independiente de todo dogma, alejado de verdades fáciles. En el otoño de la vida procuro mantener fidelidad a una actitud libre y autónoma, que no busca certidumbres cómodas ni consuelos simples, aunque esto conlleve una existencia oscura y pobre, sin fama y sin discípulos.

Aquí un lector agudo podría inquirir: ¿Por qué esta obsesión por los escritores de tiempos ya muy pretéritos, por qué menciono a Montaigne y no a Derrida, por qué acudo a La Rochefoucauld y no a Foucault? ¿Por qué dialogo rara vez con autores latinoamericanos y bolivianos? Las razones son muy simples. En el primer caso: los clásicos ya se consagraron a la autocrítica y al análisis de sus propias contradicciones con notable anticipación, como lo hicieron hace siglos Michel de Montaigne y el duque François de La Rochefoucauld mediante un estilo claro, conciso y bello y con gran originalidad. En comparación con ellos Jacques Derrida y Michel Foucault son repetitivos, oscuros y enmarañados. Y en el segundo caso: en general los escritores latinoamericanos no practican el cuestionamiento de ellos mismos, de sus móviles íntimos y de los principios que subterráneamente determinan sus sociedades. Los escritores y los poetas del Nuevo Mundo han compuestos hermosas historias y versos memorables, han elaborado textos entretenidos y bellamente relatados, pero rara vez se han dirigido a sí mismos la reflexión que se hizo San Agustín: "Yo me he transformado en un enigma para mí mismo", cuestión con la que Hannah Arendt comienza su gran obra Vita activa. Esta pregunta, aunque no tenga nunca una respuesta clara, nos obliga a pensar críticamente y a producir reflexiones novedosas. Montaigne, por ejemplo, nos lleva a examinar nuestros motivos clandestinos, nuestros anhelos y temores que no nos atrevemos a confesar abiertamente. Para Montaigne el conocimiento crítico de uno mismo es el comienzo de una vida bien lograda, y no el esfuerzo el haber ganado batallas o conquistado provincias.

Un comentario similar se le atribuye al gran militar que fue Julio César, quien le habría dicho a su enemigo Cicerón: es más honorable el haber expandido el territorio del espíritu romano que haber ensanchado el territorio del Imperio Romano. Muchos literatos latinoamericanos, en cambio, tienen una respuesta prefabricada para todas sus inquietudes: las carencias de sus países se deben a la perversidad de los otros, de los imperialistas, quienes son los responsables de todo lo negativo. Por ello se explica la inmensa popularidad de escritores como Eduardo Galeano, para quien todos las calamidades del continente empiezan en octubre de 1492 con el descubrimiento y la invasión a cargo de los malos, los europeos. Para evitar un malentendido quiero aquí reconocer mi deuda intelectual con Mario Vargas Llosa y Octavio Paz. Este último acuñó la hermosa frase: "Aprender a pensar es aprender a dudar".

¿Qué hacer? En primer lugar: no preocuparse mucho por este problema insignificante, si uno lo compara con las terribles tragedias que los intelectuales críticos han tenido que sufrir bajo los regímenes totalitarios del siglo XX. En segundo lugar: hay que conducir la (poca) energía que a uno le queda a metas productivas y a actividades en favor del prójimo. Lo que se dice fácilmente y se ejecuta con grandes dificultades. Yo mismo recién ahora me atrevo a preguntarme: ¿A cuál fin han servido los quinientos [sic] artículos que escribí, que en su mayoría fueron reimpresos varias veces? ¿Cuál efecto han tenido sobre mi prestigio y mis ingresos los sesenta y tres libros publicados hasta el momento de elaborar estas memorias, los cuarenta y siete impresos en Bolivia, once en Alemania, tres en España y dos en Venezuela? ¿He contribuido acaso a cambiar en algo, por más pequeño que sea, las pautas de comportamiento de la gente, sobre todo en mi contexto histórico? ¿He ayudado, aunque sea un poquito, a hacer más racional este mundo? Y finalmente lo más triste: ¿Realmente aprendí algo serio publicando tanto?

Hugo Celso Felipe Mansilla. Doctor en Filosofía. Académico de la Lengua.

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