Con estos antecedentes, no es de extrañar que las dos superpotencias de la Guerra FrÃa cayesen como buitres sobre los nuevos submarinos movidos por energÃa nuclear. Una propulsión que, según afirma VÃctor San Juan en su obra "Titanic y otros grandes naufragios", "necesitaba repostaje de combustible ni suministro de aire saliendo a superficie".
Estas dos ventajas fueron clave para amenazar al enemigo, ya que (mientras que en la Segunda Guerra Mundial los sumergibles debÃan permanecer en superficie la mayor parte del tiempo), a partir de los sesenta ya era factible esconderse bajo los mares, emerger frente a las costas del contrario, disparar un proyectil y marcharse sin ser detectado.
Humphreys afirma que, la primera vez que entró en el «HMS Resolution» (cuando no sumaba más de 18 años), lo primero que notó fue un «hedor abrumador». Los camarotes de la tripulación, ubicados en la parte inferior de la nave, apestaban a un cóctel formado por el olor de las ventosidades humanas, del aceite, de la gasolina, de los productos quÃmicos, del dióxido de carbono, del humo de los cigarrillos, de los calcetines sin lavar y del sudor que emanaba de los 143 miembros de la tripulación. A esta amalgama ellos la llamaban, sencillamente, «el olor a submarino» y les acompañaba durante los largos dos o tres meses que solÃa durar una patrulla.
La peste, sin embargo, podÃa llegar a ser peor cuando los tanques de residuos fecales estaban llenos y el agua de los retretes empezaba a escasear. Algo inusual en los submarinos británicos, sÃ, pero no por ello imposible. Atrás habÃa quedado, por suerte, el sistema de «camas calientes» utilizado en la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Un sencillo sistema según el cual los tripulantes se turnaban para dormir en los escasos catres existentes y asà ahorrar espacio: cuando uno se levantaba de la cama, otro se tumbaba en ella.
Pero ni todas las pelÃculas del mundo valÃan para evitar que los relojes biológicos se volvieran locos cuando los dÃas y las noches parecÃan fusionarse. En ese ambiente los resfriados y la fatiga eran compañeros perpetuos de viaje y un pequeño corte con un papel tardaba en curarse semanas debido a la escasez de oxÃgeno. Por ello, habÃa que tener cuidado a la hora de leer los mensajes que llegaban desde el exterior. Unos escritos nada habituales que contenÃan un máximo de cuarenta palabras y que, por si fuera poco, llegaban censuradas. ¿La razón? No alterar a los hombres ya que, según creÃan los altos mandos, cualquier tensión podÃa afectar al estado mental de un marino. No era extraño, por ejemplo, esconder la muerte de un ser querido a los tripulantes.
Con todo, tan real como esto es que la camaraderÃa entre aquellos hombres era más que amplia, las risas abundaban y se evitaban las bromas pesadas para no generar tensiones en aquel pequeño mundo de metal.
Al capitán, que le fue imposible contactar con Moscú, se le plantearon entonces dos dudas: ¿DebÃa disparar o no contra EE.UU.?, ¿HabÃa comenzado la guerra? Como el reglamento exigÃa que los tres oficiales debÃan estar de acuerdo para tomar esta decisión, al final no se inició un ataque que podrÃa haber derivado en el estallido de la Tercera Guerra Mundial.
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