No todo el que quiere accede a la universidad; sólo el que puede. ¿Y qué es lo que puede y no puede un bachiller? Esta es la cosa. Y el juez que examina, ¿con qué “vara” acepta o rechaza a los postulantes? Los datos de la Uagrm de Santa Cruz han generado cierta inquietud. Sólo un 30 % logró aprobar; el 70 % quedó fuera. No se sabe qué pasará ahora con ellos. ¿Intentarán otra vez?, ¿tocarán otras puertas?, ¿se declararán en huelga de hambre?, ¿les tentará el exilio para irse a cualquier parte?...
A pesar de su gravedad, no tuvo mayor repercusión. La estridencia política parece que absorbiera toda la atención pública; o tal vez sea simplemente el reflejo de la indiferencia crónica. Con tal de que estén abiertas las aulas y haya buen avance curricular en los doscientos días del calendario, lo demás no interesar gran cosa. Esa apariencia ficticia encubre una realidad dramática, aunque se diga que todo está normal.
También los otros guardan silencio. De las universidades estatales se divulga con frecuencia esa misma estadística preocupante; pero no se sabe nada de lo que pasa en las privadas. ¿Porque su clientela proviene de un estrato sociocultural distinto, similar al de los colegios privados, la preparación de los bachilleres es mejor? Si se diera el caso, ¿estarían entre los del 30% aceptados? ¿Y cuántos estarían entre los rechazados? Preguntas en el aire. Sin embargo, la situación general del país y del sistema escolar tiene que haber influido de alguna forma. No hay instituciones blindadas.
Desde hace tiempo, la secundaria acusa falencias aún no superadas. Entre ellas el enciclopedismo obligatorio (muchas materias) y la desorientación vocacional. Las reformas del siglo XX si bien no las ignoran, ninguna llega a plasmar en realidad sus propuestas. Hay una variedad increíble de programas, incluso dentro de un mismo colegio. Desde 1948, ahí están los de 1956, de 1969, de 1976… “Entonces, es un pandemónium el asunto de planes y programas” (A. Camacho, 1987). Varias décadas después, aún estamos tropezando con un esperpento llamado “malla curricular”.
Ya en la universidad muchos estudiantes deambulan por varias carreras buscando lo que no se ha perdido. No saben en qué campo pueden desenvolverse mejor ni cuál es la profesión que gustarían ejercer. Nadie les ha hablado en el colegio de cómo hay que elegir una carrera. La universidad (con algunas excepciones), rechaza y aplaza, pero es indiferente con los que más necesitan de su apoyo. Los fracasos se acumulan; la deserción próxima está a la vista.
¿Quién osaría darse de Pilatos? La responsabilidad es compartida. Mas, aún reconociendo la parte personal que le corresponde, el bachiller es víctima de la “catástrofe” en que se encuentra la educación nacional (G. Codina, 1994). Su pomposo diploma de bachiller en humanidades es una broma, no le sirve absolutamente para nada, excepto para celebrarlo. Y aún hay la sospecha de que se añade la precariedad empírica de las pruebas selectivas. Ojalá que las universidades sepan bien lo que hacen. El postulante tal vez se juega en ese examen el destino.
En la Uagrm hay varias puertas de ingreso, la prueba de suficiencia académica (PSA) es una de ellas. ¿Pero qué quiere decir “suficiencia”? ¿Conocimientos mínimos necesarios para seguir una carrera? De ser así, entonces el contenido de aquella se basa en los programas de secundaria (el pandemónium). Por varias razones, modalidad menos aconsejable para decisiones importantes. Nada se sabe sobre las características técnicas de las pruebas ni las normas de evaluación aplicadas; trasciende sin embargo una aparente coherencia entre lo que exige la universidad y la enseñanza secundaria. ¿Será cierto ese milagro? Para ello alguien tiene que haber cambiado de nivel, hacia arriba o hacia abajo.
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